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La noche de los tres perros

Por George Feifer

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Jamás conocerá nadie con certeza todos los detalles del caso, pero he aquí el relato de una acción heroica ocurrida en las tinieblas y en lucha contra el cierzo invernal.

Todo mundo en Bricqueville- sur-Mer profesa un gran afecto a Pére Marie (Papá Ma-
rie), y aunque su verdadero nombre es Alphonse Marie lo llaman “Pére”, una mezcla de padre y tío. Desde que se estableció en esta aldea del noroeste de Francia en 1947 para montar un modesto aserradero, no pasaba día sin que prestara ayuda o consuelo a alguna persona. La bondad de Pére Marie se refleja también en su relación con los animales. Con gran asombro de los campesinos de la, comarca, es frecuente que les hable a los perros como lo hace con los niños. En cierta ocasión, uno de sus clientes le obsequio con un conejo para que se preparase un guiso. En vez de ello, Pére Marie domesticó al roedor, al que enseñó a seguirle adonde quiera que iba. "Los animales son capaces de hacer las cosas más extraordinarias, conque sólo les demostremos nuestra confianza", decía con frecuencia. Durante muchos años nadie lo contradijo, aunque una mayoría se mostraba escéptica.

Tras la muerte de su mujer, en 1964, Pére Marie vivió con Louis, su hijo, en una casita de cuatro habitaciones situada cerca de un camino rural. Pero en 1972, los Marie se vieron obligados a cerrar su modesto aserradero por haberse establecido otro, moderno y de grandes dimensiones, en una aldea vecina.
Louis consiguió un puesto de vigilante nocturno en la escuela del cercano pueblo de Granville, y Pére Marie se jubiló, aunque no de buen grado. El médico le advirtió que sufría de elevada tensión arterial, sin embargo el anciano aún se sentía fuerte y en buenas condiciones a los 69 años de edad, y llevaba sin problema alguno sus 80 kilos de peso y su fornida constitución.
Padre e hijo compartían su casa con tres "amiguitos": Rageur, Royal y Rex. Los dos primeros, producto de una misma camada, de nueve años de vida, eran de piel cobriza, cruzados con perro de aguas; Rex, de sólo tres años, tenía cara de tonto agradable y el tamaño de un perro Labrador negro, raza que en el era la predominante.
Los canes iban y venían libremente por toda la casa. Eran en
extremo inteligentes y, bajo el cuidado de Pire Marie, "casi capaces
de hablar". Una espina en la pata hacía que Rogeur, Royal o Rex se acercaran a observar al anciano o a su hijo -dando una lamida ocasional de advertencia en la parte lastimada-, hasta que uno de ellos les extraía la espina: su lado "humano" entonces consistía en la habilidad demostrada para lograr que las personas hicieran lo que ellos deseaban.
Rex, en particular, mostraba una inquietante habilidad para comprender lo que se le decía y para comunicarse. Louis se maravilló de la rapidez con que el perro aprendió a llevar el periódico matutino al ordenárselo con sólo una palabra.
Pero, siendo como era, la adquisición más reciente de la familia, este aceptaba alegremente su estatuto como el último en la jerarquía perruna de la casa, y se plegaba a la voluntad de sus mayores, así se tratara de jugar como de echarse a los pies de los amos.
La noche del viernes 18 de marzo de 1977, como ya era costumbre, Louis se dirigió en su automóvil al trabajo de vigilante y Pére Maríe se puso a ver un programa de televisión. A las 10:30 tomó su lámpara de bolsillo, se caló la gorra y se enredó al cuello una bufanda de lana, tras de lo cual llamó a los perros para que salieran a dar con
él su breve paseo de rutina. La temperatura exterior excedía ya el grado de congelación.
Mientras los animales jugueteaban entre las altas hierbas heladas, Pére Marie se dirigió al retrete situado detrás de la casa, más allí de la hortaliza. Acababa de entrar
cuando de súbito un velo ominoso le ensombreció la vista. Al sentirse
gravemente enfermo, el anciano salió de la letrina tropezando, y ya
afuera se desplomó. Con gran esfuerzo se puso en pie e intentó dar unos pasos... pero cayó de nuevo, esta vez sobre una mata de ortigas.
El dolor, distinto de cualquier otro que hubiera experimentado, parecía venir desde el interior de la cabeza y arrancarle un aullido de cada una de las células de su organismo. Pére Marie se hallaba a punto de desear la muerte a cambio de que acabara su tormento. Pero quería morir en su cama, no en aquel lugar, entre el lodo y las tinieblas.
Se encontraba envuelto en la más absoluta oscuridad, pues en una de las caídas la lámpara había escapado de sus manos. Sabía que de no conseguir volver a casa, el frío habría de matarlo. Pero al tratar de levantarse una vez más, se dio cuenta que el costado izquierdo se le había paralizado. Empujándose sobre el codo y la rodilla derechos, logró arrastrarse unos 20 metros ... en la dirección contraria. Agotado por completo, se tendió a descansar. Era incapaz de ir más lejos.
No tuvo idea alguna del tiempo que permaneció allí, tendido, antes de darse cuenta que no se encontraba solo. Los perros jadeaban en torno suyo. Daban vueltas alrededor de su amo, ladrando. Aquí están, se decía. No me abandonarán.
A las 6 de la mañana, Louis, terminado su turno de trabajo, emprendió el regreso a casa. Al alcanzar la cumbre de la última colina desde donde queda a la vista la casita de los Marie, se puso rígido: ¿Cómo era posible que las luces de la casita permanecieran aún encendidas? Algo andaba mal. Se salió del camino para entrar al atajo terregoso y escuchó (pese al ruido del automóvil) que desde el pórtico Rageur y Royal aullaban llenos de pavor. Cuando se detuvo, los dos perros se precipitaron hacia el coche y trataron de sacarlo de el. Louis subió a la carrera los escalones, entró a la casita y siguió hasta la habitación de su padre, que encontraba al fondo. Allí, tendido sobre la cama, vio a Pére Mari con el aspecto de un cadáver más que el de un hombre con vida.
El anciano estaba casi desnudo, salvo por la camiseta y un viejo sueter de marinero; tenía el cuerpo cubierto de lodo, de cardenales y sangre. Rex, el gran perro cruzado, echado junto a su amo, lo lamía con prolongados y repetidos lengüetazos. El joven se inclinó sobre su padre y le oyó murmurar débilmente: "Ah ... Aquí estás, necesito ir al hospital". Tenía el rostro semiparalizado y ceniciento.
En algunas ocasiones Louis ayudaba a conducir ambulancias y su experiencia en casos de peligro ex tremo le hizo comprender la dramática realidad: su padre había sufrido un severo ataque de apoplejía. Corrió en busca de ayuda.
En el hospital, se confirmaron las sospechas del joven. Pére Marie tenía muy escasas probabilidades de salvación.
De vuelta en casa, Louis aguardaba noticias lleno de ansiedad, perplejo a la vez, por ciertas circunstancias misteriosas. ¿A qué se debían las salpicaduras de lodo y sangre que observara en su progenitor y por qué tenía este la rodilla izquierda tan hinchada? ¿Por qué se hallaba el suéter del anciano empapado de saliva, mostrando además una penetrante mordedura en uno de sus hombros? ¿En dónde estaba el resto de la ropa?
Cuando Louis sacó a los canes a dar un paseo, Rageur y Royal empezaron a corretear entre la hierba, al pie de las gradas. En cambio, Rex desapareció detrás de la casa y regresó arrastrando los pantalones de Pére Marie, cubiertos de barro. "¿Dónde los encontraste?", le preguntó al animal, pero ya Rex había echado a correr de nuevo para reaparecer en seguida, esta vez llevando la gorra de su amo. Cuando se alejó por tercera ocasión Louis lo siguió, a la carrera, para no quedarse atrás del animal que meneaba la cola. Se dirigieron al terreno de un vecino, distante unos 30 metros de la casa. Para entonces los otros perros iban también ladrando y dando saltos, en tanto Louis recogía el resto de la ropa de su padre que faltaba, así como su lámpara eléctrica de bolsillo.
Los animales habían resuelto al menos parte del misterio, sin embargo, el joven aún deseaba saber cómo había llegado su padre desde el campo hasta su cama.

Pére Marie estuvo luchando entre la vida y la muerte durante varios días, después de los cuales fue mejorando poco a poco. Ya podía hablar con más coherencia y al fin se encontró en condiciones de contarle a Louis lo que recordaba acerca de aquella terrible noche.
El anciano debió haber permanecido largo tiempo tendido sobre el suelo helado. En cierto momento sintió que Rex trataba de asirle el hombro con los dientes. El joven perro empezó entonces a tirar de él. Pére Marie no acertaba a comprender al principio la razón de ello, mas luego se dio cuenta que los canes le guiarían hasta la casa con sólo que él cobrara la fuerza suficiente para arrastrarse.
Como tenía el costado izquierdo por completo inutilizado, a duras, penas consiguió deslizarse un cuantos centímetros, ayudado por el derecho. Mientras luchaba, jadeante, se le zafaron los zapatos, los calcetines y la bufanda. Al avanzar a rastras también se le rasgaron los pantalones, que no había conseguido abotonar, y luego los calzoncillos. La sangre le manaba de la rodilla, y el dolor que experimentaba le hacía perder el sentido una y otra vez. Pero siempre que volvía en sí, observaba que Rex aún lo tenía asido por el hombro y que los otros perros daban vueltas en torno de él, como vigilándolo.
Mientras el extraño cortejo avanzaba despacio, dentro de Pére Marie luchaban dos impulsos primitivos: el deseo de morir y terminar con su tremendo dolor, y el anhelo de sobrevivir y llegar a casa. Su sentido del tiempo, igual que el de dirección, empeoraba. Cuando menos debería haber trascurrido media hora de lucha desesperada y semi inconciente. Y aún los perros insistían.
De pronto, su mano dio con un poste dé madera en la oscuridad. Había llegado a los escalones Estamos en casa; se dijo. Mis buenos amigos no me abandonaron. Sin
embargo, una ola de temor siguió a la de alivio: se alzaban ante él nueve peldaños de madera..¿Cómo lograría subirlos arrastrándose?
En vista de que su cerebro no funcionaba con normalidad, Pére Marie no pudo darse cuenta exacta de su ascensión. Pero las profundas: y largas muescas abiertas en cada peldaño denunciaban lo ocurrido. Las uñas de los perros habían desgarrado la madera podrida, pues tuvieron que esforzarse por aferrarlas a ella al tirar penosamente de un gran peso. Pére Marie recordaba haber cruzado el umbral de la, puerta llevando a Rex prendido aún de su hombro; el animal iba en parte guiándolo, en parte tirando de él. Si pudiera subirme a la cama, se decía el anciano. Y en esto se desvaneció. Al volver en sí, tiempo después, comprendió que se hallaba tendido en la cama y que Rex yacía a su lado. 
Pére Marie pasó la noche a ratos conciente; otros, inconciente. En ciertos momentos de lucidez, alcanzaba a oír que afuera Rageur y Royal aullaban en forma impresionante. (Un campesino que vivía a varias centenas de metros percibió también aquellos aullidos, pero era hombre demasiado viejo y desvalido como para ponerse a investigar la causa.) Apretada a él, Pére Marie sintió la abrigadora pelambre negra de Rex. El perro le lamía respetuosamente la cara y el cuello. 
El antiguo reloj de la cocina hizo oír las 4 de la madrugada: faltaban dos horas para que Louis emprendiera la vuelta a casa. El dolor que aquejaba al anciano había cedido un poco. Por vez primera, quizá, Pére Marie se dio cuenta de que tenía esperanzas de salir con vida. Gracias a Dios que los perros no me fallaron, pensaba; y otra vez se desvaneció.
Cuando en el hospital borraron el nombre del anciano de la lista de peligro, el médico le dijo a Louis que, de no haber podido regresar a casa, su padre no hubiera sobrevivido: "Sin duda, la combinación del impresionante ataque y la baja temperatura ambiente habría sido mortal". Louis le contó entonces lo hecho por los perros. Y una semana después que el paciente superó la crisis, la administración del hospital extendió un permiso para que los tres cuadrúpedos pudieran visitar a su amo. Los perros saltaron a la cama del anciano.
En la actualidad, Pére Marie ha recobrado su entorno familiar. Pero se operó cierto cambio en los perros. Rex es, sin discusión, el principal de ellos y goza el privilegio de estarse a los pies del anciano durante las veladas. Un indicio de la forma como Rex llegó a imponer su autoridad son las marcas de mordeduras que Louis descubrió en Rageur y Royal. Es evidente que Rex había obligado a sus camaradas a estarse en vela y aullando en la galería, a pesar de sus intentos por introducirse en la casa; a él no se le encontraron huellas de mordiscos. Y se diría que en recuerdo de aquella noche terrible, Rex no les permite a Rageur y Royal el acceso al dormitorio de Pére Marie.
Cuando visité al anciano, lo hallé con la cabeza de Rex apoyada sus rodillas. "Si estoy aún aquí, es gracias a él", me dijo con naturalidad; y agregó con un susurro apenas perceptible: "Los animales son capaces de hacer las cosas más extraordinarias, con sólo que tengamos confianza en ellos".

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